sexo, cervezas y algunas otras cosas

6.11.2006

Robert Shuman

El 3 de junio de 1654 se celebraba en Reims la coronación de Luis XIV, le Roi Soleil. El mismo día de 1950, apenas tres siglos después, en París, representantes de Francia, Alemania, Bélgica, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos suscriben la Declaración Schuman, acuerdo por el que se daba el primer paso para la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, (la CECA) que con el tiempo daría paso a la Unión Europea y al modelo de vida que conocemos y vivimos.

Cuando nosotros la estudiábamos en el cole nos contaron que era un proyecto para aunar esfuerzos comerciales y hacer frente común a la competencia económica que suponían Estados Unidos y el incipiente gigante asiático, y nosotros vivimos felices en la ignorancia de pensar que eso jamás afectaría a nuestras vidas, que era algo que sucedía en Bruselas, un sitio por ahí,… más allá de Francia.

Pensándolo ahora, resulta que aquél tal Schuman, un ministro de exteriores francés que en 1950 inspiró un organismo supranacional para compartir recursos energéticos estratégicos fundamentales para la industria militar, que conspiró con el antiguo enemigo para reunir a las principales potencias europeas a espaldas del consejo de ministros de su país, y que llevaba el mismo nombre que el compositor alemán que le robaría todo el protagonismo en los libros de historia, nos cambió la vida a todos.

Porque sin él no hubieran sucedido cosas como que un español se vaya a París a vivir con una francesa y trabaje como abogado especialista en casos italianos; como que una española se vaya a Milán y conozca a un napoletano, y con vueling, vuelva a la semana siguiente a contarlo y pasar el fin de semana con los amigos en Madrid; que se pueda huir a Edimburgo, como si tal cosa y aprender inglés durante un mes o cinco o veinte; como que un portugués se enamore de una española y trinque un vuelo para saber cómo suenan los fados lejos de Alfama; o que un alemán robe una flor en la puerta del Retiro “para otra flor” un sábado a las nueve de la mañana mientras aprende a conjugar el subjuntivo español para quedarse a trabajar en Madrid, porque yo espero que se quede, y que me regale mil flores, y que me siga mirando con esos ojos azules traídos de algún lugar… más allá de Francia.

Este post va en homenaje a Schuman y sobre todas esas personas más o menos anónimas que han hecho posible el milagro de la multiculturalidad y para recordar, una vez más, que por encima de todo eso, existe un lenguaje que no conoce los diptongos, ni las diéresis, ni las eñes, que solo sabe de miradas, de besos y de silencios, de esfuerzo, de ilusión y de una mano que se escapa suave, imperceptible, ciega a veces y decidida siempre, al encuentro de otra piel.